Comentario
La renovada confianza en la razón y la ofensiva modernizadora para superar el atraso del país fueron palancas excepcionales para dinamizar el anquilosado cuerpo de la ciencia española. Puede decirse incluso que el primer impulso para la Ilustración española provino del campo de la ciencia, del grupo de los novatores, que tratan de introducir en España los hallazgos de la revolución científica europea. Del mismo modo, la primera ilustración contó con un elenco de hombres de ciencia de primera fila, que cultivaron especialmente la astronomía y las matemáticas de un lado (Tosca, Corachán, Cerdá) y de otro la medicina, rama en la que descollaron Andrés Piquer y los médicos catalanes (Casal, Virgili, Gimbernat, Salvá, Santpons), cuya actividad cubre prácticamente todo el siglo.
A mediados de la centuria, el acontecimiento científico más trascendental para el futuro de la ciencia española fue la incorporación del alicantino Jorge Juan y del sevillano Antonio de Ulloa a la expedición del francés La Condamine, destinada a determinar la longitud de un grado de meridiano en el Ecuador, al sur de Quito. Ambos científicos, que se habían formado en la Escuela de Guardiamarinas de Cádiz, resumieron los resultados de sus experiencias en diversas obras: las Observaciones astronómicas y físicas hechas en los reinos del Perú (donde se utiliza el análisis infinitesimal y se exponen las conclusiones obtenidas sobre la figura de la Tierra y sobre otros diversos fenómenos, a lo largo de nueve volúmenes), la Relación histórica del viaje a la América meridional (que contiene información variada sobre los territorios visitados y sobre su economía y sobre sus habitantes y sus costumbres), la Disertación sobre el meridiano de demarcación entre los dominios de España y Portugal (que ofrecía la base científica para resolver una delicada cuestión diplomática) y las Noticias secretas de América, un informe de carácter reservado entregado al gobierno, que daba cuenta de las apreciaciones realizadas sobre temas de defensa, economía, situación de la población indígena y otras materias y que ha sido considerado como el gran ensayo español de sociología americana. Las secuelas de la expedición aún habían de prolongarse con el proyecto de aplicar los conocimientos geodésicos adquiridos a la confección de un mapa de España, con la publicación, en 1772, de las Noticias americanas, que revelan parte del informe secreto y ofrecen más información de carácter geográfico y económico, y en 1773 de una segunda edición de las Observaciones, que venía acompañada de un Estado de la astronomía en Europa, donde Jorge Juan declaraba abiertamente su copernicanismo frente a las presiones en sentido contrario de los círculos eclesiásticos y que sería utilizado como texto en el Seminario de Nobles.
Jorge Juan siguió a lo largo de toda su vida desempeñando misiones científicas oficiales, viajando incesantemente (por Inglaterra como verdadero espía industrial, por las costas del estrecho de Gibraltar para realizar experimentos náuticos), desde su domicilio habitual de Cádiz primero y de Madrid después. En la ciudad gaditana, donde estuvo destinado como capitán de la Compañía de Guardiamarinas, mantuvo una tertulia, la Asamblea Literaria Amistosa, que reunía al médico Pedro Virgili, al geógrafo Vicente Tofiño de San Miguel y al francés Louis Godin, director del Observatorio Astronómico, y que quizás formulara el proyecto fallido de crear una Real Academia de Ciencias con sede en Madrid.
Así como Jorge Juan es sin duda la figura más representativa de la astronomía española del siglo XVIII, su compañero de expedición, Antonio de Ulloa, prefirió las observaciones de historia natural (debiéndose a su pluma las que contienen las obras firmadas por ambos autores), lo que le valió el encargo de constituir por orden de Fernando VI un Gabinete de Historia Natural.
Heredera en parte de la experiencia anterior es la obra matemática de hombres como Benito Bails, que introduce en la enseñanza de los centros militares el cálculo infinitesimal y la geometría analítica a través de sus Elementos de Matemáticas (1772), o como José Chaix, autor de unas Instituciones de cálculo diferencial e integral, de las que sólo llegó a publicar la primera parte. En el terreno de la astronomía tiene el mismo sentido la obra de Agustín de Pedrayes, autor de un Nuevo y universal método de cuadraturas determinadas (1777) y asistente a las reuniones de París con el objeto de establecer el sistema métrico decimal en unión de Gabriel Ciscar, quien reimprimiría en Madrid en 1793 una de las últimas obras de Jorge Juan bajo el título de Examen marítimo teórico práctico aumentado y corregido.
Si los avances matemáticos del siglo se hallan vinculados en buena parte a los centros militares de enseñanza, los progresos de la química dependieron también en cierta medida de las necesidades de la artillería, como demuestra la actividad en el Colegio de Segovia del ya citado Louis Proust y de su discípulo José Munárriz, traductor de Lavoisier e impulsor de diversos experimentos afortunados, como el que condujo a la purificación del cristal de tártaro. En el mismo campo es necesario repetir la referencia a la labor desarrollada en la Sociedad Bascongada de Amigos del País por algunos de sus investigadores, como Juan José Delhuyar, el descubridor del wolframio, o como su hermano Fausto, cuya obra se desarrollaría en el seno del Seminario de Minería de México, donde contó con la valiosa colaboración del madrileño Andrés Manuel del Río, estudiante en los Reales Estudios de San Isidro y en la Real Academia de Minas de Almadén (fundada en 1777), que se distinguiría no sólo por sus aportaciones a la química, como descubridor del vanadio, sino también por su contribución a la geología con sus Elementos de Orictognosia, publicados en 1808. Algunas otras instituciones se preocuparon asimismo del cultivo de la química, como la Junta de Comercio de Barcelona, que lo hizo con fines inmediatamente utilitarios, aunque sus investigaciones no alcanzaran resultados sobresalientes, pese a los trabajos de Juan Pablo Canals sobre las sustancias tintóreas y en particular sobre la grana, que le valdrían el pomposo título nobiliario de marqués de la Vall-Roja.
El siglo XVIII es para España sobre todo el siglo de la botánica, que alcanza ahora su verdadera edad de oro. Cuando en 1751 llega a Madrid el naturalista Pehr Löfling, traba contacto con un selecto grupo de botánicos que incluía a Cristóbal Vélez, José Minuart, José Ortega y José Quer, seguidor todavía del sistema de Tournefort y fundador del primer Jardín Botánico de Madrid que inició la publicación de la Flora española, obra extendida entre 1762 y 1784. Vinculado al círculo madrileño estará pronto otro de los más famosos médicos catalanes de la época, Miguel Barnades, llamado a la Corte para cuidar de la salud de Carlos III, que compondrá una extensa e importantísima obra botánica (de la que publicará sólo unos Principios de Botánica, considerados como la primera obra de este género en España) y ejercerá su influjo sobre eminentes colegas, como José Celestino Mutis, su discípulo más directo. Casimiro Gómez Ortega, que era sobrino de José Ortega y sucedería a Miguel Barnades en su cátedra, había completado en Italia una sólida formación que, junto al amparo oficial de que siempre disfrutó, le llevaría a la dirección del Jardín Botánico y a desarrollar una intensa labor de divulgación ejercida como contertulio de la fonda de San Sebastián, como difusor de las ideas de Duhamel de Monceau, como autor de varias obras originales (entre las que destacan sus Tablas botánicas y su Curso Elemental de Botánica), como continuador de la publicación de la Flora española de Quer y como traductor de la obra de Linneo, cuyo sistema impondría definitivamente entre los naturalistas españoles. Su sucesor al frente del Jardín Botánico de Madrid sería el valenciano Antonio José Cavanilles, amigo de Gregorio y Juan Antonio Mayans, Francisco Pérez Bayer y Juan Bautista Muñoz, que, tras enseñar filosofía en el Seminario de San Fulgencio de Murcia, había completado su formación en París, adonde había acompañado como preceptor a los hijos del duque del Infantado y donde residiría hasta la Revolución, antes de regresar a España e instalarse en Madrid, donde publicaría, además de sus ya citadas Observaciones sobre la historia natural valenciana, otras obras de botánica, fundamentalmente sus Materiales para la Historia de la Botánica y los seis volúmenes de sus Icones et descriptiones plantarum.
La historia del naturalismo español no estaría completa si se omitiese una obligada referencia a las expediciones científicas patrocinadas por la Monarquía española a lo largo del siglo XVIII. Algunas de estas expediciones están relacionadas con la segunda expansión colonizadora en el Nuevo Mundo, que incorporó a la Corona extensos territorios tanto al norte de México (California, Nuevo México, Texas, Luisiana y Florida, perdida y recuperada) como en el poco explorado y poco habitado extremo sur del continente.
Las expediciones marítimas privilegiaron, por un lado, la expansión por las costas del Pacífico norte, sucediéndose no menos de diez campañas entre 1774 y 1792, desde la de Juan José Pérez, que descubre la isla de Vancouver y la bahía de Nutka, hasta las dirigidas por Dionisio Alcalá Galiano y Cayetano Valdés y por Juan Francisco de la Bodega al final del periodo. Del mismo modo, el Pacífico Sur fue de nuevo recorrido por las naves españolas, ya fueran enviadas directamente por la Corona, expedidas desde el virreinato del Perú o navegando por cuenta de la Compañía de Filipinas, ya tuvieran misiones preferentemente militares, descubridoras o científicas. En cualquier caso, el mundo conocido se amplió gracias a los viajes de Felipe González de Haedo a la isla de Pascua, de Domingo Boenechea a las Islas de la Sociedad y de Francisco Antonio Mourelle a través de los archipiélagos occidentales de Oceanía.
Entre las expediciones continentales merecen quizá especial mención las derivadas de la necesidad de fijar las fronteras entre los dominios españoles y portugueses, a raíz de los contenciosos que enfrentaron a ambos países por la fijación de los territorios correspondientes respectivamente a Brasil y Venezuela y por la posesión de la colonia de Sacramento, el actual Uruguay.
La primera (1754-1761), conducida inicialmente por el naturalista sueco Pehr Löfling (acompañado por los médicos y botánicos catalanes Benito Paltor y Antonio Condal y de los dibujantes Bruno Salvador Carmona y Juan de Dios Castel), tuvo como escenario los territorios de Venezuela y Guayana y contribuyó poderosamente (gracias a los viajes de Francisco Fernández de Bobadilla y Apolinar Díaz de la Fuente) al conocimiento de la cuenca del Orinoco, donde se obtuvieron datos geográficos, astronómicos, botánicos y zoológicos de primera importancia, mientras una prolongación de la empresa alcanzaba años más tarde el Parime (1772-1776). La última expedición de este género, la emprendida como consecuencia del tratado de San Ildefonso (1776), que dejaba en manos de España la disputada colonia de Sacramento, permitió a uno de sus participantes, Félix de Azara, hermano del embajador en Roma, a costa de sobrehumano esfuerzo (según sus propias palabras, "tras haber pasado los veinte mejores años de mi vida en el último rincón de la tierra, olvidado aun de mis amigos, sin libros ni trato racional, y viajando continuamente por desiertos y bosques inmensos y espantosos, comunicando únicamente con las aves y las fieras"), llevar a cabo una asombrosa investigación, cuyos resultados fueron dados a conocer en varias obras destinadas a tener gran influencia en el mundo científico, como los Ayuntamientos para la historia natural de los cuadrúpedos del Paraguay y Río de la Plata (1802) y los Voyages dans l'Amérique méridionale, publicados en 1809.
Junto a las expediciones de límites (y sus prolongaciones), la segunda mitad de siglo asistió a la organización de las grandes expediciones botánicas. La primera fue la Real Expedición Botánica a los reinos de Perú y Chile (1777-1786), dirigida por Hipólito Ruiz y José Antonio Pavón, que obtuvo como resultado la recolección de gran variedad de quinas, la publicación por Ruiz de una Quinología o tratado del árbol de la quina o cascarilla (1792) y sobre todo la edición de una monumental Flora peruviana et chilensis, de la que aparecieron los tres primeros volúmenes (1798-1802), quedando la mayor parte del material inédito. Siguió la Real Expedición Botánica del Nuevo Reino de Granada (1782-1808), que tuvo como principal inspirador al gaditano José Celestino Mutis, médico que dinamizaría, como veremos más adelante, la vida científica del virreinato, donde redactaría su importante obra de naturalista, una parte de la cual sería publicada en España (Instrucción relativa a las especies y virtudes de la quina, aparecida en Cádiz en 1792, y El arcano de la quina, editada póstumamente en Madrid en 1828), mientras el resto quedaría inédito (un tercer tratado sobre la quina) o se perdería irremediablemente (un texto sobre la vida de las hormigas en América y el texto de la Flora de Nueva Granada, de la que sólo se conservó un extenso repertorio de espléndidas láminas). En último lugar se organizó la Real Expedición Botánica a Nueva España (1787-1803), dirigida por Martín Sessé y José Mariano Mociño, cuyos trabajos se desplegaron por el inmenso territorio comprendido entre San Francisco de California y León de Nicaragua, prolongándose en las incursiones a la bahía de Nutka y las islas de Cuba, Puerto Rico y Santo Domingo, y cuyos resultados abarcaron desde las fundaciones institucionales hasta la recogida de un amplio muestrario de plantas, animales y minerales, la recopilación de datos etnográficos, la realización de numerosísímos dibujos y la redacción, entre otras, de dos obras fundamentales que quedarían inéditas, la Flora Mexicana y las Plantae Novae Hispaniae.
Otras expediciones científicas se propusieron otros fines, como la dirigida por los hermanos Conrado y Cristián Heuland, cuyo objetivo era el estudio mineralógico de Chile, o como la emprendida por Joaquín de Santa Cruz, conde de Mopox, que tenía el propósito de desarrollar la economía de la isla de Cuba, debía incluir a un equipo científico de primera fila, integrado por hombres de la talla de Agustín Betancourt, Bartolomé Sureda y José María Lanz (que no se incorporaron, aunque sí lo hicieron otros, como el naturalista aragonés Baltasar Boldó, que había trabajado en Cataluña y Mallorca) y cuyos resultados fueron entregados en España en 1802.
Una síntesis de los objetivos y los espacios geográficos abarcados por el conjunto de las expediciones de la segunda mitad del siglo fue el viaje de exploración dirigido por el italiano Alejandro Malaspina (1789-1794), que contó con la ayuda de un notable equipo de colaboradores, entre los que se incluía el capitán de fragata José Bustamante, el cartógrafo Felipe Bauzá, los naturalistas Tadeo Haenke, Luis Née y Antonio Pineda (que moriría en el transcurso del viaje) y un grupo de pintores (primero José Guío y José del Pozo, y más tarde, los excelentes dibujantes Fernando Brambila, Juan Ravenet y Tomás de Suria), que debían aportar un copioso material gráfico sobre las tierras visitadas en América del Sur (Patagonia y costas del Pacífico), América del Norte (desde Acapulco hasta Alaska con especial insistencia en Nutka), Filipinas (islas de Luzón y Mindanao, entre otras), Nueva Zelanda, Australia y Polinesia (grupo de las Vavao dentro del archipiélago de las Tonga). La expedición, pese a su envergadura, no produjo los frutos esperados a causa de una circunstancia por completo ajena a su fundamento científico, la conspiración de Malaspina contra Godoy, quien encarceló al navegante, se incautó de los escritos y materiales aportados y prohibió la publicación de los resultados conseguidos, que fueron posteriormente olvidados.
Si la Relación del viaje escrita por Malaspina da testimonio de los intereses de la Monarquía Ilustrada en la promoción de este tipo de empresas, la culminación del espíritu de las Luces puede quedar simbolizada por la llamada Expedición de la Vacuna, proyectada a partir de la epidemia de viruela que asoló Lima en 1802, destinada a difundir la inoculación antivariólica por los territorios españoles de Ultramar y dirigida por el médico alicantino Francisco Javier Balmis, que durante tres años (1803-1806) visitó numerosas poblaciones de América y Filipinas, mientras su colaborador, el catalán José Salvany, se desviaba en Puerto Cabello hacia el sur hasta perderse en las dilatadas inmensidades del virreinato del Río de la Plata. Su carácter filantrópico le valdría los elogios de la Europa ilustrada y las encendidas alabanzas de Manuel José Quintana en su Oda a la vacuna.
En nada comparable a la atención dedicada por gobernantes y científicos a las colonias de Ultramar fue el interés sentido por el vecino continente africano, pese a la relevante presencia en el área (plazas norteafricanas de Ceuta, Melilla y Orán y territorios insulares y continentales en el golfo de Guinea, la actual Guinea Ecuatorial) y a la importancia de la región desde el punto de vista estratégico y económico (comercio, pesca, explotación del coral, tráfico de esclavos). Solamente puede señalarse la actuación del catalán Domingo Badía (1767-1818), agente de Godoy que combinó la doble faceta de viajero ilustrado y conspirador colonialista en sus andanzas por el Norte de Africa y el Imperio Otomano bajo el seudónimo de Ali Bey. Si la intriga política lastró sus objetivos científicos (expresados en un primer Plan de Viaje al África, presentado en 1801), sus observaciones sobre la geografía, la historia natural, la organización política, la práctica religiosa o la producción artística de los países visitados suscitaron la curiosidad de sus contemporáneos, como demuestra la publicación en París de los Voyages d'Ali-Bey en Afrique et en Asie, pendant les années 1803, 1804, 1805, 1806 et 1807 (1814), así como las rápidas y numerosas traducciones posteriores (inglés, alemán e italiano, entre 1816 y 1817), antes de la aparición de la versión castellana en Valencia, en 1836.
La exploración de las tierras y los mares se vería completada con los intentos iniciales de la conquista de los aires. Los años ochenta asistieron, en efecto, a la eclosión de las primeras experiencias aerostáticas en España, que dieron comienzo con los ensayos del príncipe Gabriel en Aranjuez y Madrid, con la experimentación en Barcelona de los sistemas de Montgolfier y Charles y con las ascensiones del francés Bouche en Valencia y Aranjuez, seguidas éstas por los vuelos del italiano Lunardi, del valenciano José Campello en su globo cautivo, del también valenciano Antonio Gull y sus acrobacias aéreas y del francés Rogell con su aparato en forma de pájaro. La aerostación suscitaría gran interés entre los científicos y el público en general, dando lugar a una excelente iconografía (como los grabados de Miguel Gamborino incluidos en su obra Experiencias aerostáticas en Barcelona, o el famoso cuadro de Antonio Carnicero, Ascensión de un globo montgolfier en Madrid) e incluso a algunos testimonios literarios, como el poema de Vieira y Clavijo sobre La máquina aerostática o el del valenciano Pascual Martínez, del siguiente tenor: "Bona delicia és el veure/eixir la bola triumfal/empelent el mongolfer/que en la barqueta ficat/y batint dos banderoles/ que ventola a cada instant/ de totos los que estan vehenlo/es despedix tan chovial/ que sembla que a Déu se enmunten/ bola y home en un grapat".
Una panorámica general ha permitido señalar los progresos científicos españoles en el campo de las matemáticas, la astronomía, la física, la química, la medicina y las ciencias de la naturaleza. El cuadro puede completarse con la obra ya mencionada de los geógrafos (tan notables como Antillón, López o Tofiño), de los filólogos y de los historiadores de la Iglesia, de la literatura, del arte o de las instituciones económicas. A1 final, el balance resulta impresionante, tanto por la talla de los investigadores, como por el apoyo de los organismos científicos creados y la calidad de algunas de las realizaciones más sobresalientes.
Sin embargo, el vigoroso esfuerzo de la Ilustración no bastó para dotar al país de una sólida infraestructura científica. Por un lado, la proliferación de los grandes nombres y la multiplicación de los intercambios entre los estudiosos no fue suficiente para crear una comunidad científica integrada, mientras que por otro la investigación científica, que respondió sin duda a las necesidades sentidas tanto por los intelectuales como por las instancias oficiales que las financiaban, no siempre estuvo al servicio de las urgencias del desarrollo económico, aunque en este caso fuesen notables las excepciones, como demuestran los ensayos químicos al servicio de la industria textil o las experimentaciones para obtener mejores rendimientos en la metalurgia o las innovaciones introducidas en la industria naval. En cualquier caso, estas insuficiencias del progreso científico provocarían la languidez de los institutos de investigación desde finales de siglo, antes de que la coyuntura bélica que inaugura el XIX contribuyese al hundimiento de la ciencia española con la quiebra de los centros de estudio, el cierre de los establecimientos industriales y la diáspora de los científicos, muchos de ellos exiliados o perseguidos por motivos políticos.